domingo, 26 de julio de 2020

La Colonia de Santa Eulalia, parte I. Teatro Cervantes.


La Colonia de Santa Eulalia (Entre Villena y Sax, provincia Alicante).
Parte I. Llegada y Teatro Cervantes.
24 de julio de 2020.

Cuenta la leyenda que entre tierras de Sax y Villena se levantó una colonia agrícola como las que proliferaron en Cataluña en el siglo XIX a la manera de lo que se vino en llamar el socialismo utópico. Se sabe que fueron un conde y su esposa, una vizcondesa, los que en base a una ley del siglo XIX levantaron todo el complejo. La misma leyenda habla de despilfarro, de lujos modernistas, de peleas familiares e incluso de dramáticas muertes.

La antigua leyenda, que se confunde con la historia, dice que mucho antes, bajo esa misma tierra se ubicaba un cementerio andalusí. Pasados los años, quizás los siglos, se conoció como los Prados de Santa Eulalia y se levantó una Ermita en honor a la santa, por su milagroso auxilio a las tropas cristianas.


El complejo industrial es impresionante aún hoy. Sólo quedan algunos edificios en plena ruina pero que rememoran lo que esta Colonia debió ser. El trasiego de sus gentes, la ilusión por prosperar, los chiquillos, las fiestas populares en las dos plazas en torno a las cuales se urbanizó este complejo y todo el proyecto industrial y humano que supuso hoy languidece tristemente entre paredes derruidas y sueños abandonados.

También quedan multitud de casitas, de las que antaño se erigieron para albergar a las familias de los trabajadores y que hoy están habitadas por los vecinos de esta pedanía dividida por la calle Salinas entre los términos municipales de Sax y Villena.  Es la primera vez que visitamos un paraje de estas características en cuyo alrededor la vida continúa con normalidad. La pedanía de Santa Eulalia es hoy núcleo de población habitado.

La colonia industrial, dedicada a la explotación de productos agrícolas tuvo almazaras, almacenes, un teatro, un palacio, un economato (la tienda de la Colonia), un casino llamado “El casinete”, una hospedería y una fábrica de harinas que se llamó “El Carmen”. Se levanto también una fábrica de alcoholes, La Unión, que hasta 1936 fabricó el coñac “Santa Eulalia” cuya torre aún destaca entre todo el complejo en ruinas. Una línea férrea comunicaba la Colonia con Madrid y Alicante cuya estación desapareció completamente bajo la dictadura de la demolición.



Y con el tiempo, debido al abandono de los campos y de las fábricas, todo se abandonó. Cayó en el olvido y en ruinas. El expolio, la falta de manteniendo, la negligencia, las inclemencias climáticas se llevaron por delante el sueño y la utopía.
Pero hoy, entre Sax y Villena quedan las ruinas, los esqueletos del complejo para dejar constancia de lo que una fue vez pretendió ser.

Y esta es nuestra nueva aventura. Por fin, conocimos una leyenda que llevábamos largo tiempo 
deseando disfrutar. Hace mucho tiempo que oímos hablar de ella y siempre hemos deseado desplazarnos hasta su ubicación.
Y lo hemos hecho.

Como aún teníamos preparado el equipo de aventura s desde nuestra visita a El Tranco del Lobo, y dado que esta vez íbamos a Villena, que está muy cerquita de casa, la salida no fue tan traumática como otras ocasiones. En una hora y muy poquito desde que despertaron Papá y Mamá ya estábamos en el coche con todo lo que pudiéramos necesitar y en marcha. Ni siquiera preparamos bocatas en esta ocasión, dado lo cerca que estaba Villena de nuestro destino. Eso sí, echamos unas bolsas de aperitivos y frutos secos, por si se nos despertaba el apetito en algún momento. Y por supuesto, nuestras inseparables botellitas de agua.

La nena ya ni pregunta cuando la despertamos más temprano de lo normal. “Venga cariño, que nos vamos de aventura”. “¿Dónde vamos hoyyy?, pregunta con voz de sueño y ojos cerrados aún”.
“Pues nos vamos  a Villena, a la Colonia de Santa Eulalia, a fotografiarla”. La nena se levanta como si un resorte se hubiera activado en su cuerpecito. No va corriendo, qué va, pero no pone en marcha con decisión.
En poco más de una hora, hemos llegado ya a Villena. Pasada la ciudad que una vez fue el centro del Marquesado sobre el que se jugó la historia de España llegamos al desvío marcado por una impresionante villa valenciana de tres pisos junto a la autovía. A través de los años hemos visto como ha pasado de ser una ruina a punto de derrumbarse a ver cómo ha sido rehabilitada, luciendo un aspecto actual tan magnífico como el que hace mucho tiempo debió deslumbrar a todo el que la contemplara a finales del siglo XIX.

Nos desviamos de la autovía y, casi inmediatamente, entramos en una carretera de dos sentidos pero sin carriles delimitados.

La nena estaba mirando el móvil y al mismo tiempo contaba chistes. Se le notaba que estaba contenta por vivir otra aventura de investigación.

Entre vegetación y fincas llegamos casi en seguida, apenas diez minutos a nuestro destino. La señalización “Santa Eulalia” y la grandiosidad de la torre de estilo neomudéjar, la bonita ermita entre jardines al lado izquierdo y el cartel del restaurante “Santa Eulalia” hoy aparentemente cerrado a esa actividad nos indicaban que, sin perdernos (qué me cuentas, qué marcha llevamos) ya habíamos llegado.
Aparcamos. Las avispas acudieron en seguida a jugar con nuestro parabrisas. Hacía calor, pero no era en absoluto agobiante. Al contrario, la temperatura era muy agradable y adecuada para una aventura fotográfica como las que últimamente estamos viviendo.

Delante de nosotros se levantaba lo que queda del Teatro Cervantes.
“Qué chuuulo” dice la nena. “Espera que le hago una foto”.

 Puerta oeste de acceso


La belleza de lo decadente nos impregna una vez más. Comienza la aventura.
Papá mete en la mochila las botellas de agua que llevábamos en la nevera isotérmica, aún fresquitas. Mientras, la nena y Mamá se acercan al Teatro.

Un par de puertas cerradas nos impedían acceder a su interior. Miramos por un hueco de la puerta con la pequeña marquesina sobre la que unas negras letras mayúsculas indicaban el nombre de esta construcción ruinosa y abandonada.



Como Howard Carter miró hacia el interior de la tumba más famosa del Valle de los Reyes, vimos maravillas. Quién nos iba a decir que lo poco que quedaba de lo que un día fue nos haría emocionarnos hasta el punto de transportarnos a otras épocas. Si cerrábamos los ojos casi podíamos oír a los actores recitando obras de Quevedo, de Shakespeare, de Ruperto Chapí, de Jacinto Benavente, de Valle-Inclán o de Víctor Hugo. Quizás los aplausos de los espectadores. Quizás los vítores.

Del teatro queda hoy el cuerpo principal, el de la platea y  los accesos, decorado de frescos con la imagen de Cervantes presidiendo la gran nave y de otros grandes literatos como Ruperto Chapí y Jacinto Benavente. Algunos frescos, muy deteriorados en las partes más altas reproducían paisajes de la misma Colonia. Y las divisiones del primer y segundo piso donde se sentarían los más afortunados. Se adivina un patio de butacas y poco más. 
 "Veo maravillas".


El teatro sobre una planta cuadrada, al estilo italiano. Tiene dos puertas de acceso. 
La principal orientada al este aún conserva los restos de la inscripción TEATRO que debieron estar encastradas en la misma pared. Sobre ella se abre la única ventana que hay en todo el teatro. 
Puerta principal de acceso.
Fijaros en los moldes de las letras en el pared.

La secundaria, en el mismo muro donde está la taquilla. Sobre ella hay una marquesina y las palabras pintadas en negro TEATRO CERVANTES.

Junto a la puerta principal y media altura, en la parte izquierda se abre una ventana en forma de abanico, con una reja de radios, que supusimos sería la taquilla del teatro. Siguiendo el trazado de la calle sin asfaltar, a la izquierda, otra puerta cerraba nuestro paso al teatro. 
 Taquilla del Teatro.


Todo la parte posterior, está totalmente derruido. Nada queda del escenario ni de la zona de tramoyas o de los camerinos De hecho, una pared de bloques de hormigón se levanta en el arco de la escena para impedir el paso a su interior. Junto a él, una escalerilla de peldaños de hierro encastrados en la pared que daría acceso a la parte superior permitió a Papá acercarse lo suficiente al hueco que quedaba para hacer unas fotos a ciegas del interior del teatro.


 Hacia la trasera del edificio del teatro.

 Desde aquí pudo hacer Papá las fotos del interior.

 Desde esta perspectiva se ve la puerta principal y la ventana sobre ella.

 Sobre la ventana se puede ver la imagen de Cervantes.

Detalle donde se aprecia la imagen de Cervantes y la cubierta del Teatro.



Una anciana vecina pasó junto a nosotros. Papá la saludó y la mujer nos respondió con cierta amabilidad. Lucía no pudo aguantarse y soltó lo más inoportuno que se le pudo pasar por la cabeza. “¿Cuándo nos colamos?” resonó con su voz aguda de niña como si por un megáfono lo hubiera gritado. Papá y Mamá, rápidamente, le contestaron “¿Qué dices?, no vamos a colarnos". “Ya”, pensaría la vecina mientras se dirigía a su casa, en la calle que giraba detrás del teatro. "Sólo venimos a hacer fotos por el exterior", le explicaron los papás a la nena.

Seguimos por la calle para llegar, casi sin darnos cuenta, al lateral del complejo principal de la Colonia. Había llegado al punto donde el edificio de Administración se unía con el palacio de la condesa.  Nos encontrábamos en uno de sus laterales, y ya nos habíamos quedado sin respiración por la belleza del lugar. Los motivos tallados de las ventanas, de los frisos, de las puertas eran maravillosos. Alternaban referencias a la agricultura, con unos tallos de cereal y una hoz, con motivos referentes a la industria. Nuestra imaginación se comenzó disparar.


(Continuará...)

jueves, 23 de julio de 2020



El Tolmo de Minateda (Hellín).
21 de junio de 2020.

Esta fue nuestra primera aventura de este verano. Visitamos el Tolmo de Minateda, en Hellín. Muy cerquita de casa. Nos lo tomamos como un experimento, algo cercano, y a ver qué tal llevábamos las medidas anti-covid. Y todo lo que conllevan.

Estábamos ya un poco asfixiados tras el confinamiento y necesitábamos salir de casa.
Y como Mamá llevaba mucho tiempo queriendo visitar el Tolmo y como Papá llevaba mucho tiempo deseando darle ese pequeño caprichito, pues reservamos la visita para el domingo más cercano que pudimos.

Tuvo que ser en plena ola de calor. De 12 a 13.30 de la mañana, sin una puñetera sombra. Un calor que derretía las piedras, licuándolas y llevándolas luego a ebullición. O eso parecía.
Pero teníamos unas ganas locas de salir.

Como hace ya un mes que fuimos, nuestros recuerdos nos son tan buenos como deberían. Lo compensaremos con muchas fotos de la visita ¿vale?

Contra todo pronóstico en esta familia, salimos a tiempo. ¡A tiempo! El confinamiento había hecho milagros en nuestras costumbres atávicas de salida. Y además, no nos perdimos para llegar. No parecíamos nosotros.

A las 11.50 estábamos en la puerta del yacimiento. Cerrada. Ni un alma por allí.
Papá bajo de la furgoneta. Miró a un lado y a otro. Empujó la puerta. Tiró (por si acaso) de ella. Nada, ni el increíble Hulk la hubiera movida un milímetro.
Entró de nuevo en la furgo. Echamos a dos de las cuatro moscas que habían aprovechado para entrar. Llamamos al contacto del yacimiento y nos dijeron que en seguida nos abrirían, que el anterior grupo aún no había salido. Resoplido familiar de alivio. Menos mal.

Casi inmediatamente, un chico con pantalón largo de uniforme y una camisa de manga larga (ya hay que tener redaños) nos abrió la puerta. Siguiendo sus indicaciones, llegamos al aparcamiento. Un techado sobre el que habían instalados placas solares. Qué listos. Otra cosa no, pero sol, lo que es sol, no falta por allí.

Cuando el otro grupo se marchó, nos presentamos al guía. Nos comentó, como ya sabíamos que no podríamos acceder al centro de interpretación por las medidas anti COVID 19, pero sí a los aseos si lo necesitábamos y comprar agua de la máquina de refrescos. Como siempre, Papá había preparado la excursión como si nos fuéramos a encontrar con un apocalipsis zombie, así que no hizo falta.

Nos juntamos con el guía, Javier, un arqueólogo del mismo Hellín, en una de las pocas sombras que nos quedaban por disfrutar, al final del complejo del centro de interpretación. Desde allí nos hizo una semblanza general de lo que íbamos a ver y de la historia del asentamiento en general. Estuvo habitado desde la prehistoria hasta la edad media, de forma estable. Y luego, intermitentemente hasta incluso el siglo XIX.

La última sombra.

Parece ser que la falta de agua que ahora era evidente, no lo era en el pasado, sino todo lo contrario. De hecho, las riadas eran cosas muy corrientes, nos explicó Javier. Vale, vale. Pues menos mal.

Tras eso, iniciamos el recorrido, con Lucía persiguiendo lagartijas que salían a saludarnos hasta la rambla donde comienza el asentamiento. Es indescriptible reconocer en las piedras las huellas por donde corrían los carros. 

Javier nos explicó como en este yacimiento pasaba una cosa que no pasa en ningún otro lugar, es la arqueología inversa, como el camino se iba desgastando por las rodadura de las ruedas, cada cierto tiempo el camino se volvía a excavar, por lo tanto en el camino lo que está más arriba es lo más antiguo y lo de más abajo lo más nuevo. Qué curioso…

 Las rodaduras de los carros para subir al asentamiento.





La visión del Tolmo a la vuelta del camino, es impresionante. Íberos, romanos, visigodos y musulmanes vivieron aquí, murieron aquí, aprendieron a convivir con la naturaleza y a buscar refugio entre estas rocas. Las tres murallas defensivas que cerraban el asentamiento, una de cada época atestiguaban lo que eran capaces de hacer nuestros antepasados.




Lucía flipaba con las inscripciones en las rocas, intentando leer las palabras talladas en ellas.
Subimos y subimos. 








Y el calor empezaba a pesar, a ralentizar nuestros pasos. 

Menos mal que el mejor aliado de los papás en estas ocasiones, vino a ayudarnos para mantener vivo el interés de la nena frente al extraordinario calor. Un conejo, primero y unas lagartijas luego, nos sirvieron de ayuda hasta llegar hasta el gran complejo situado en todo lo alto del Tolmo, la Basílica.

Lucía quería saber donde estaban las tumbas y como enterraban a los niños allí. Javier nos mostró unas láminas para ayudarnos a comprender lo que había sido la gran construcción, y a imaginar desde las ruinas actuales como construirla en nuestra imaginación.
Nos imaginamos a los que iban a recibir el bautismo introduciéndose en la pequeña piscina en forma de cruz saliendo reconocidos como fieles.

Junto a la basílica, se encontraba el palacio episcopal, un edificio en el que las estancias se abría al patio interior, en el que se encontraban carteles informativos que mostraban grafitos en letra cursiva hallados en el yacimiento y algunos dibujos, nada más pues lo normal era llevarse todo el mobiliario al trasladar el palacio a una nueva ciudad. Vaya….














Paseamos por la ruta hasta que tuvimos que empezar a descender de nuevo.

Aaaaaaaaaah, ¡qué calor!  Estamos a punto de bajar y Mamá tiene que arrastrarme, en pocos minutos no se ve a Papá ni a Javier.
Estoy muertaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa, me achicharrooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooo.

Al llegar a las murallas, Javier nos hizo fijarnos en la gran cruz visigoda excavada en la roca.

Y volvimos sobre nuestros pasos. Allí hablamos un rato con Javier y Gemma, la encargada del yacimiento, sobre historia, recreación histórica y talleres para niños. Lo más normal, para nosotros, claro.

Tenemos que volver, cuando haga menos calor y podamos disfrutar del centro de interpretación. Y a visitar las pinturas ruprestes del abrigo, que esta vez, por el enorme calor, decidimos dejar para otra ocasión.

Eso, eso, cuando el agua  no se evapore y las piedras no se derritan.

Eso sí, antes de partir, foto junto al cartel del yacimiento, para tenerlo siempre en la memoria.